México nació en 1521, diez años después de que los conspiradores de Querétaro, al verse descubiertos, llamaron a las armas en contra del virreinato de la Nueva España, encabezados por el cura Miguel Hidalgo y Costilla, hoy Padre de la patria. El país nació entre dos aguas, por decirlo de alguna forma; por un lado, los liberales, digamos los progresistas y, por otro, los conservadores, digamos, la derecha, defensora del status quo.
A estos últimos nunca les gustó la independencia de México y desde el primer momento lucharon para no perder los privilegios de que gozaron en los tres siglos de la Colonia Española; es decir, contar con grandes extensiones de tierra, con la explotación de las minas de oro y plata y, por supuesto, con esclavos o servidumbre a sus enteras órdenes.
Por eso se opusieron a la Constitución de 1824, la cual derogaron en 1936 y, posteriormente, a la de 1857, ya en tiempos de Juárez, Lerdo de Tejada y Melchor Ocampo, cuando fuimos invadidos por los franceses, cuando los conservadores trajeron a Maximiliano y cuando perdimos la mitad del territorio ante la invasión de los Estados Unidos. Fue también cuando la iglesia perdió parte de sus bienes y atribuciones, ya que los liberales-progresistas separaron la iglesia del estado y le recogieron las tierras ociosas, que eran muchísimas.
Eran tiempos de inestabilidad, hasta que llegó Porfirio Díaz e inició la entrega del país a los extranjeros a cambio del enriquecimiento de una pequeña élite de hacendados y nacientes empresarios, por cierto, todos de extirpe extranjera, principalmente española y Yanqui. Los sin nada, que eran la inmensa mayoría, eran aún esclavos, peones encasillados y obreros de las minas, al servicio de los hacendados y empresarios que los explotaban a más no poder; ya sea en la hacienda, ya sea en la mina, ya sea en la fábrica.
Era el fin del siglo XIX y los inicios del siglo XX. La gente no aguantó. En Europa los rusos hacían la primera revolución socialista del mundo mundial. Las ideas libertarias recorrían todos los rincones del orbe y los pueblos se organizaban, respondían y el nuestro también respondió. Los hermanos Flores Magón y los liberales anarquistas desparramaron las ideas de revolución por todas partes y vino la insurrección y cayó el dictador que tenía 30 años gobernando para unos cuantos.
Y vino el nuevo constituyente y construyó la Constitución de 1917 que hacia la educación libre, gratuita y laica y que regulaba el trabajo a 8 horas máximo por jornada, con derecho a prestaciones sociales y a sindicalizarse y declarando que las tierras y aguas comprendidas en el territorio nacional eran para el bienestar de los mexicanos. Igual quedó establecido que la soberanía nacional radica en el pueblo y se instituye en beneficio de éste.
Pero los conservadores no respetaban la Constitución. No fue sino hasta que llegó el presidente Lázaro Cárdenas que se entregó la tierra a los campesinos y se respetó el derecho de huelga y se defendió el territorio. Pero fue un instante en la vida del país y, poco a poco, fuimos perdiendo lo que habíamos logrado obtener con tantos muertos, con tanto dolor y con tanto sacrificio.
Y llegaron los neoliberales y recuperaron el poder completo y sangraron el país, lo llenaron de corrupción y lo fueron entregando de nuevo al extranjero y a los grandes capitales. Los tres poderes eran uno y uno eran los tres poderes que actuaban al unísono en favor de una élite degradante y en contra de la inmensa mayoría de mexicanos. Otra vez los conservadores en el poder y otra vez el pueblo en el más grande de los sufrimientos y en el peor de los abandonos. Nuestro país se convirtió en el más extremo del mundo. Por una parte, el uno por ciento de la población era dueño del 80 por ciento del país y, por otra, el 70 por ciento era dueño solamente del 20 por ciento de la riqueza nacional.
Un país bien disparejo, desigual, el más desigual de América Latina y uno de los más desiguales del mundo. ¡Una brutalidad! Fue entonces que en 2018 el pueblo salió a decir ¡basta! en las papeletas de votación y los neoliberales perdieron otra vez como en 1936, iniciando una nueva transformación de la vida nacional, cuya pretensión es la de generar bienestar para la población, desarrollo económico y democracia verdadera.
No ha sido fácil. Los conservadores de antes hicieron visibles sus fauces a todo lo que da. Su clasismo y racismo se mostró desnudo, sin pena y vergüenza. Los “chairos” fue el mote de los plebeyos, que eran ignorantes, pobres, incultos, irracionales y manipulados por el poder del mesías tropical, como dieron en llamar al presidente Andrés Manuel López Obrador (Este mote fue muy decente, pues hubo cientos que expresaron, por una parte, el odio al presidente y, por otra, la miseria humana de los adversarios). Lo han intentado todo para demeritar al presidente y hacer trastabillar el proceso de cambio, pero no lo han conseguido y todo indica que por lo menos los siguientes seis años así seguirá.
En manos del proceso de cambio, está no sólo el poder ejecutivo, sino también el poder legislativo. Como reducto del pasado se mantenía el poder judicial, servil a los potentados de siempre, (Por sus excesivos ingresos los ministros y magistrados también pasaron a formar parte de esa élite exclusiva de burgueses conservadores); por eso era necesario cambiar el poder judicial onerosos, corrupto y al servicio de una minoría rapaz, tanto nacional como extranjera. Los pasos que daba el gobierno para impulsar la independencia nacional y el bienestar de los mexicanos; para frenar la corrupción y la impunidad en la impartición de la justicia; para recuperar la rectoría sobre los bienes nacionales; el poder Judicial actuaba en sentido contrario, frenando el cambio, deteniendo el avance nacional a favor de los conservadores de siempre.
Por eso, la reforma al poder judicial, votada apenas hace unos días y promulgada este 15 de septiembre es tan importante, un hecho histórico de enormes dimensiones y un triunfo de todo el pueblo de México en contra de sus detractores, adversarios y enemigos.
La elección de jueces, magistrados y ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación es un hito en la vida nacional y el mundo. Esto ha sido posible gracias a la voluntad popular ejercida con determinación el pasado 2 de junio.
Hoy, en este mes patrio, podemos decir que hemos arrancado un trozo de soberanía ante el mundo y que somos más libres que nunca. Falta mucho aún, pero si el pueblo se organiza, continúa con la revolución de las conciencias, pronto seremos mucho más. Por este camino, el bienestar se irá fortaleciendo. Me llena de orgullo decir “Viva México, vivan los héroes que nos dieron patria”.