La sociedad occidental integrada por Estados Unidos, Canadá y Europa occidental (léase Gran Bretaña, Alemania, Italia, Francia, España y Holanda, principalmente) ha sido lo peor que humanamente nos ha pasado.
Los países de occidente son los que se expandieron por Latinoamérica, Asía y África y, con las armas por delante, colonizaron, saquearon, esclavizaron, reprimieron, asesinaron y despojaron brutalmente a los pueblos de estos continentes. Las riquezas allí contenidas fueron sustraídas utilizando mano de obra esclava o semiesclava de quienes vivían en ellas. Los colonizadores supremacistas que lo han sido y lo son hasta hoy, determinaron que quienes vivián en esos continentes eran “salvajes”, “seres inferiores”, “sin alma”, como se dijo por los colonizadores españoles, al referirse a las personas que vivían en Mesoamérica. Por esta razón, fueron considerados inferiores, casi animales, a los cuales se les obligó a realizar las faenas más difíciles bajo la supervisión amenazante de los capataces de las minas, haciendas y factorías.
Por siglos gobernaron en estas tierras consideradas de conquista. En América latina, fueron más de 300 años y, en ese tiempo, con el sudor y la sangre de nuestros indígenas, robaron oro y la plata en cantidades estratosféricas. Justificaron (y lo hacen aún) su desvergüenza, mediante el cinismo y el poder que detentaban. “Vinieron a traer la civilización”. Cualquier oposición a sus designios fue acallada con la tortura o la muerte. La permanente resistencia de los pueblos indios durante el despojo fue atendida sin misericordia. La santa Inquisición se encargó de imponer a los sublevados, bajo el argumento de la idolatría y el desacato a la religión que ellos impusieron, las penas ejemplares propias de las bestias. Les cortaron la lengua, las orejas, fueron quemados vivos o torturados antes de morir. Aun se conserva en la CDMX el museo de la ignominiosa santa Inquisición, que torturó, mutiló y asesinó en el nombre de una civilización católica bárbara.
Los agravios para los pueblos de estos continentes son interminables y se siguen cometiendo. El siglo XVIII vio el alumbramiento del mundo cuando las fuerzas productivas dieron un salto extraordinario de la mano de la ciencia y la técnica. Los talleres familiares, rudimentarios, artesanales, dieron paso a las primeras fábricas y el mundo pudo ser geográficamente conocido gracias al invento del ferrocarril y las maquinas movidas por el carbón. Era el siglo de las luces, pero no para los pueblos. Con las expediciones surgidas un siglo antes y aposentadas en los territorios del resto de los continentes, Europa ya disfrutaba del saqueo, el despojo, la superexplotación humana, el racismo, la segregación y el clasismo. De ese despojo surgió lo que hoy es Estados Unidos.
Los países de Europa se expendieron por todo el mundo y, a donde llegaban lo tomaban como propio sin importar que ahí ya hubiera otros pobladores. Inglaterra ocupó más del 30 por ciento de África, pero también le correspondió una parte a Francia, España, Portugal, Alemania e Italia. La misma suerte corrieron los pueblos de América y de Asía. La guerra más cruenta y desigual se celebró en Indochina, que había sido colonia francesa y que, ante el avance del socialismo, Estados Unidos decidió invadir.
Los gobernantes occidentales han considerado siempre que el destino de los pueblos está en sus manos y que por ello están en su derecho de decidir por ellos. Además, se consideran una estirpe superior de la raza humana; ejemplos de lo anterior hay muchos: Los nazis en Europa, los bóer holandeses en Sudáfrica o el ejemplo genocida de Israel.
Los países occidentales ricos han creído siempre que tienen el derecho de intervenir en los asuntos de los pueblos que conquistaron, aún el día de hoy cuando éstos ya no son considerados colonias de aquellos. Y si no lo hacen directamente, de forma indirecta tratan de imponer su influencia y dominio.
Una de las formas más sutiles de mantener el control es en base a las relaciones económicas que se generan entre un intercambio desigual; pues mientras unos aportan mano de obra barata y la materia prima, los otros aportan maquinaria, tecnología y financiamiento. La deuda externa que pesa sobre las espaldas de los países periféricos que es, además, impagable, funciona como mecanismo muy efectivo de presión para imponer la agenda de los países ricos occidentales. Lo hacen también por medio del control de los medios de comunicación, los cuales difunden a diario el relato de lo que es lo correcto desde su perspectiva y condenando lo que se considera malo para los propios pueblos. Así se justifican las atrocidades que comenten todos los días en todas latitudes. El papel que han jugado los medios de comunicación occidentales, que es en primer lugar vergonzoso, ha servido para, incluso derrocar a gobiernos democráticos o justificar su derrocamiento o un golpe de estado o una invasión. Recordemos el suceso de la llamada “tormenta del desierto” en donde los Estados Unidos atacaron Irak bajo el argumento de que el régimen del presidente Sadam Husein tenía un arsenal de armas químicas. Al tiempo se supo que tales armas nunca existieron. Damasco y otras ciudades fueron bombardeadas continuamente durante semanas y prácticamente destruidas. Cientos de iraquíes murieron ante esos ataques. El presidente de los Estados Unidos no fue juzgado por esa terrible atrocidad. Los gobiernos accidentales guardaron silencio ante tan vil atropello. Así se castiga a quienes osan desafiar es estatus quo del sistema capitalista occidental.
En nuestro país los grandes medios de comunicación han jugado un papel deleznable para intentar socavar al gobierno de la Cuarta Transformación. Desde España y Estados Unidos se hacen comparsa de los grandes potentados para actuar con mentiras a favor de sus intereses. El New York times y el Washington Post, entre otros se han encargado sin disimulo a tergiversar la verdad para demeritar al gobierno mexicano. Pero los grandes medios nacionales y sus personeros (columnistas y editorialistas) no han tenido empacho en vociferar contenidos llenos de odio y mentiras. Hoy los medios masivos de comunicación nos presentan una realidad que es cada vez menos cierta, pero que trasciende en el imaginario social y pega en la conciencia colectiva, como un verdadero somnífero.